o
Abdicación a la
resignación
o
Reflexiones de un
solitario que no tiene miedo de decir que quiere encontrar el amor
algún día
Febrero. El mes del amor.
Para mí, febrero se convirtió en el mes del amor por mera
coincidencia, exactamente una semana después del día de los
enamorados en el año 2009: ese día comenzó la relación amorosa
más larga que he tenido. Esa relación llegó a su fin hace menos de
un año, de modo que este febrero del 2015 es, por contraste, el más
solitario (en términos amorosos, evidentemente) al que me he
enfrentado.
Desde muy chico viví con
la idea de tener una pareja romántica. Cuando era adolescente,
sufrí, como todos, como corresponde a esa etapa de crisis y
descubrimiento. Me enamoré con fuerza de alguien que no me quería y
derramé lágrimas de agua y tinta en muchas y muy patéticas
entradas de mi extinto blog. No niego que mucho de ese sufrimiento
era autinfligido e innecesario, pero no me parece criticable, pues,
¿quién espera otra cosa de un adolescente que quiere amar? Alguna
vez me preguntaron: “Quieres un novio, bien, ¿qué harás cuando
lo consigas?”. Seguir queriéndolo, respondí. Y así lo hice.
Tuve una relación
inusualmente larga para un chico de 19 años. Cinco años, para
asombro de casi todas las personas a quienes les cuento. Tuve mucha
suerte, pues mi ahora ex novio es una persona muy tierna y muy
amorosa que no tenía miedo de entregarse. Nuestra relación terminó
por circunstancias en las que no elaboraré ahora (quienes me
conocen, las conocen). No hay por qué hacer un drama al respecto. Es
difícil que, cuando uno es joven y está decidiendo qué hacer con
su vida, las circunstancias sean siempre favorables. Las cosas pueden
acabar y es importante aceptar esa realidad. Sin embargo, ahora me
encuentro con que ya no soy un adolescente y me siento un poco
perdido en la manera en que debo afrontar el dolor y la soledad.
Ayer
escuché a un amigo decir: “Todas las relaciones están destinadas
a terminar, es algo que hay que aceptar cuando decidimos iniciar
una”. No estoy de acuerdo. En primer lugar, porque no creo en el
destino: lo único que es inexorable es que vamos a morir, y, en ese
sentido, pues sí, no hay duda de que ninguna relación podrá ser
eterna, pero no creo que sea imposible lograr “sentar cabeza”,
encontrar a alguien para compartir la vida y trabajar en ese amor
para que dure hasta que, literalmente, “la muerte nos separe”.
Muchos quieren encontrar ese amor, y querer es poder (no ipso
facto, pero con la voluntad ya
se tiene buena parte del camino hecho).
Lo
que es cierto es que no es fácil. Y muchos no están dispuestos a
afrontar lo que implica amar de verdad. Hay mucha suerte involucrada
en encontrar el amor, pero las estadísticas nos son favorables:
conozco a pocas personas que no hayan tenido por lo menos una
relación romántica antes de los 25 años. Encontrar el amor no es
difícil, y muchas veces basta con esperar (si el azar no es
suficiente, buscar tampoco es tan complicado); no obstante, mantener
el amor puede llegar a ser una empresa herculina. Para muchos no
vale la pena, por agotadora, lo
cual es perfectamente comprensible; para otros, sin embargo, puede
(debe) ser apasionante.
El
gran problema es resignarse. A todos nos hicieron sufrir. A todos nos
tocó que nos pusieran el cuerno, que jugaran con nuestros
sentimientos, que nos dijeran mentiras, que no fueran lo
suficientemente maduros, que fueran abusivos o violentos. Algunos
hemos tenido la buena suerte de terminar relativamente bien con
nuestras anteriores parejas, pero muchos nos encontramos con
episodios realmente traumáticos. Y entonces decidimos aceptar que,
aunque iniciemos una relación, ésta va a terminar necesariamente,
porque “así es la vida”. El problema deja de estar en la
probabilidad triste, pero innegable, de que nuestro próximo novio
sea un patán, y pasa a radicar en que nosotros mismos, por culpa de
un puñado de malas experiencias, propias o ajenas, ya no estamos
dispuestos a ponerle pasión a nuestra relación porque ¿para qué,
si de todas maneras la ley de Murphy nos enseña que lo que empieza
bien acaba mal?
No
podemos tener control absoluto sobre la vida. Cuando nuestro ego es
tan grande como para querer eso, es innevitable que suframos a causa
de la frustración. El destino no existe y no depende de que la
suerte nos ponga enfrente a nuestra alma gemela. Si queremos amor
verdadero, tenemos que cosecharlo, trabajarlo, y para eso necesitamos
ponerle la misma pasión que un artista o un científico le ponen a
su trabajo. Y cuando encontremos a otro ser igual de apasionado, hay
que comprometerse a trabajar juntos y a aceptar, ahora sí, que nadie
es perfecto, que vamos a cometer errores, que nos vamos a dañar
mutuamente... Pero el amor es más grande que nuestra humana torpeza.
Yo
no me resigno. Yo sí creo en el amor verdadero porque en mí mismo
tengo la prueba irrefutable de que existe. Porque sé que puedo
generarlo, que puedo mantenerlo, que es una de las pocas cosas que
dependen de mi voluntad, por lo menos en gran parte. Y si yo existo,
¿por qué no habría de existir otro igual que yo? ¿Por qué no
habríamos de encontrarnos algún día? ¿Por qué no habríamos de
conocernos y reconocernos? ¿Por qué no habríamos de estar abiertos
a enamorarnos el uno del otro?
¿Por
qué no habríamos de estar dispuestos a enamorarnos el uno del otro
cuantas veces sea necesario?
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