El "grito" de independencia; imagen robada vilmente de facebook.
Gracias a mi ñoñez académica y a una muy conveniente beca, tuve la oportunidad de pasar la primera parte de este año en Francia, estudiando un semestre de mi carrera.
Yo nací en México: soy mexicano. No soy la persona más patriota del mundo; de hecho, si bien considero que amar a la patria no tiene nada de malo, no me parece el más importante de los valores cívicos y, más bien, considero que, en exceso, el sentimiento nacionalista es sumamente peligroso (como la historia se ha encargado de demostrar); no veo en el llamado "malinchismo" un defecto y, todo el mundo lo sabe, uno de mis proyectos para el futuro es emigrar. Me gusta decir, cursimente, que soy "ciudadano del mundo", y uno de los derechos humanos que más defiendo (y que resulta ser uno de los más pisoteados) es la libertad de tránsito.
A pesar de todo eso, yo no me avergüenzo de ser mexicano y hasta albergo en mi corazón un cierto orgullo por serlo. Ser mexicano es una parte de mi ideantidad que no podrá cambiar nunca y que no quiero que cambie, y al tener la experiencia de vivir en el extranjero, descubrí también la emoción y el placer de ser mexicano: distinguir la bandera de México, hábilemente camuflajeada entre las banderas italianas (eso me pasó en Roma); encontrarse con un compatriota en el metro y saludarlo con alegría porque lo escuché hablando mi dialecto del español, o preparar una exposición sobre la fête des morts que extrañara, interesara, maravillara o conmoviera a mis compañeros de curso, italianos, españoles, chinos, búlgaros y rumanos. Estar en el extranjero no me hizo exactamente extrañar a mi país (aunque tal vez porque estuve muy poco tiempo), pero sí me hizo encontrarle un gran placer a vivir y compartir mi identidad: ser diferente me hacía especial e interesante, y cuando se tiene buena voluntad, los díalogos interculturales en los que se comparte la propia cultura, pero también se aprende de la cultura ajena, resultan una de las más enriquecedoras experiencias.
Hoy (y no sólo por mi experiencia en el extranjero, sino por la madurez que, en general, he ido adquiriendo al crecer) me doy cuenta de lo importantes que son los símbolos, entre los cuales la bandera es el símbolo por antonomasia. Un símbolo trasciende lo que es, su forma física y sus colores, y adquiere un significado enorme: el símbolo es la expresión de toda la identidad, una de las cosas que, a nivel individual y colectivo, más apreciamos los seres humanos.
Sin embargo, no siempre fue así. De hecho, de niño y preadolescente, crecí detestando la bandera tricolor. No era tanto una cuestión de "malinchismo" (aunque en parte sí me daba cuenta y despreciaba las deficiencias de mi país); más bien, la educación para el patriotismo resultó ser un arma de doble filo. En efecto, durante casi una década se me exigió que todos los lunes me parara bajo el rayo del sol, en posición de firmes, durante una buena media hora, incómodo hasta el paroxismo y enfundado en un horrible uniforme para "rendir honores", saludando con un gesto que ma parecía de lo más ridículo, a un pedazo de tela que se paseaba por el patio de la escuela. Así lo pensaba en ese entonces y la escuela me enseñó, contrariamente a lo que el sistema pretendía, a no apreciar en absoluto ese símbolo que para mí simbolizaba una ceremonia cansada e inútil.
Ahora me doy cuenta de la importancia de los símbolos y hasta me pongo de pie para escuchar el himno nacional, pero me sigue pareciendo que la ceremonia de honores a la bandera, con su instrucción militar velada y el cinismo que los profesores (el "honorable presidium") exhibían, colocándose en el único lugar con sombra y con su botellita de agua al lado, es algo a lo que no debería obligarse a los niños pequeños, no porque la ceremonia en sí sea mala, sino porque ellos no entienden (o, por lo menos, yo no entendía) el objetivo de ella, y porque enseñar a niños pequeños ritos autómatas como saludar a un símbolo parece, más que educación, adoctrinamiento.
Yo creo en la importancia de los símbolos y de la identidad, pero también creo en el derecho al individualismo, a que cada quien pueda elegir qué partes de su identidad (personal, nacional, lingüística, sexual) apreciar y demostrar (así como militar por éstas) y que partes reservar a un esquema más privado o, incluso, cambiar (en la medida en que esto sea posible; todos sabemos, por ejemplo, que es imposible cambiar la orientación sexual o la lengua materna, mientras que sí es posible cambiar de ideología política o religiosa; en cuanto a la nacionalidad, si bien no es posible deshacerse de ella [en el caso de los mexicanos por nacimiento], sí es posible agregar una segunda o tercerea y cambiar de país de residencia).
Y sobre las fiestas... bueno, creo que cualquier excusa es buena para celebrar.
¡Viva México!